Cuando la cueva te abraza…

¿Qué insondable sentimiento acoge al buzo cuando penetra en la penumbra de la cueva? Llevo más de 15 años haciéndolo y aun sigo dandole vueltas a esto…

El sonido metálico del tanque al golpear levemente con la piedra que hay sobre mi cabeza me alerta de la estrechez del agujero. El eco se reproduce por el cenote rompiendo el sagrado silencio de la cueva…, es como el repicar hueco y atolondrado de una campana. Noto como el limo del suelo comienza a levantarse y a envolverme como un aliento fúnebre… no quepo. Ante mí veo las aletas de mi compañero y detrás de mí siento las luces de los focos de otro. Voy bien “escoltado”… entonces ¿por qué me siento tan sólo aquí abajo? Pero no soy yo sólo, ellos también se sienten solos aquí…, esta sensación de soledad absoluta se mete en los huesos y te traspasa el alma cuando la cueva te abraza.
Tras salir del agujero, la paz vuelve a reinar a mi alrededor. Inerte, flotando en el agua más transparente que existe, admiro este enigmático escenario al que siempre me gusto llamar el laberinto de los sueños. Rodeado de blancas estalactitas y estalagmitas, de milenarias columnas retorcidas y de abigarradas formaciones kársticas que recuerdan a banderas ondeando al viento y a orejas de elefante espantando moscas, uno se acomoda como un niño arropado por su mamá en un paisaje grandioso, donde el hombre es insignificante. Totalmente insignificante. Y, entonces, el buzo se siente humilde, un sentimiento que a la especie humana parece habérsele olvidado. Es bueno sentirse así…, primero, porque se aprende a respetar el entorno y, segundo, porque la humildad es la llave de muchas cosas que encontraremos en nuestra vida cotidiana. La humildad se adquiere en las cuevas.
Sin embargo, es la sensación de soledad la que realmente embarga al “hombre de las cavernas”. Nos sentimos solos aunque no lo estemos, mucho más que cuando buceamos en el mar. En el océano, cuando bajamos en grupo uno no deja de sentirse acompañado, siempre sabes que hay alguien contigo, pero en la gruta no. Ahí estás siempre sólo, aunque estés rodeado de compañeros. Siempre estás solo: la cueva y tú, nada más… y todos los buzos se sienten reconfortados por ello. Porque aquí, todo el mundo viene en busca de esto, de su dosis periódica de soledad.
Siempre he dicho que el bucear es como el diván de un psiquiatra (todos los buceadores lo saben), y cuando un buzo va a la cueva viene a buscar una determinada terapia. Para empezar, hay que tener en cuenta que no es lo mismo estar solo que sentirse solo. Los buceadores de cuevas son los del primer grupo: buscan la soledad en un entramado de túneles, pasillos y grandes bóvedas en sombras, jugándose, incluso, la vida. Y no me extraña, porque aquí abajo están las claves de muchas cosas.
Desde el punto de vista la psicología, la experiencia de la soledad se puede disfrutar mucho y suele ser enormemente constructiva si la consideramos una compañera de viaje, sobre todo si ese viaje es a otro mundo, a otra dimensión. El sentimiento de soledad está relacionado con el aislamiento, la noción de no formar parte de algo, la idea de no estar incluido en un proyecto, es decir, el no formar parte de un sistema. Nos ayuda a liberarnos de las dependencias que tenemos con el mundo exterior y nos permite saber quienes somos realmente, aprendemos a hacernos cargo de nuestros propios problemas, aprendemos a vivir, a no tener miedo y a ser libres…, porque a pesar del confinamiento que supone bucear en una cueva, el espeleobuceador siempre coincide en decir que se ha sentido libre allí abajo…, curiosa contradicción.
Solamente cuando estamos sólo podemos ponernos en contacto con nosotros mismos. Esta oportunidad permite vernos y evaluarnos, y preguntarnos si realmente somos como queremos ser y si estamos haciendo lo que deseamos hacer.
Ya de vuelta, cuando el buceador de cuevas busca el final del laberinto, allá donde acaban las sombras y comienza la luz, las cosas para él ya se ven de otro modo porque muchas de las incertidumbres que le acompañaron en este solitario viaje ahora cobran sentido y pueden ser valoradas en su justa medida.
Antes de abandonar el cenote, una última mirada atrás, donde pernoctan las sombras de la caverna, donde quedó taciturna la soledad, una buena compañera, leal, que nunca te falla porque siempre que la buscas la encuentras…

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