El último barco al Kalais
A veces (pocas) tengo recuerdos de mi infancia. Me veo entrando a hurtadillas en el misterioso despacho de mi padre (era marino mercante) que desprendía un fuerte a olor a madera de teca y estaba lleno de cachivaches marineros: relojes con forma de timón, ojos de buey, sextantes y aparatos de radiotelegrafista (su especialidad), encaramándome a una enorme biblioteca llena de libros y, entre manuales de navegación y códigos morse, extraer una vieja edición de 20.000 leguas de viaje submarino y acomodarme junto al ventanal con vistas a la Bahía de Las Palmas y, como apenas sabía leer, ojear las ilustraciones que contenía cada 30 ó 40 páginas.
Nunca se me ha ido de la retina la dramática escena del entierro submarino: cuatro buzos con escafandra transportando a hombros un ataúd por un escenario de otro planeta, entre plantas y árboles raros y hermosos que, con el tiempo, aprendí que eran corales y gorgonias.
Quizá por esto, cuando mi hijo Javier murió con 10 años –tras una dura y larga lucha de un año contra el cáncer, durante la cual le prometí que cuando acabase todo aquello le llevaría conmigo a bucear y a conocer mi mundo…, una promesa que la muerte nunca me dejó cumplir (es la única que no he cumplido nunca)– me empeñé en realizar su sueño incluso después de su muerte y, junto a mis amigos buceadores, esparcí sus cenizas en la cubierta del Kalais, el pecio más emblemático que ha tenido nunca Las Palmas.
Justo esta semana se cumplen 15 años de su muerte y como también estas fechas coinciden con mi marcha de España (inicio dos nuevos proyectos profesionales en Latinoamérica) pedí a mis buenos amigos de Buceo Canarias (www.buceocanarias.com)que me prepararan un último viaje al Kalais para despedirme y, mira por donde, me encontré con que esta semana iba a ser la última en que la autoridad portuaria de Las Palmas permitiera el buceo en el viejo pecio, antes de que el nuevo dique de La Esfinge entrara en funcionamiento. El último barco al Kalais tendría pues una triple despedida. Está claro que me encuentro ante un bestial cambio de ciclo en mi vida… y cuando alguien entierra tantas cosas de golpe, aunque triste, significa el inicio de una prometedora nueva etapa.
Con la mente inmersa en los recuerdos dejé que el mar me acogiera. El cabo de fondeo se perdía en el abismo azul. Eché de menos no ver la a silueta del viejo amigo desde los primeros metros, pero desde que comenzaron hace años las obras del nuevo muelle, la visibilidad en esta zona del Puerto de Las Palmas se ha reducido bastante. El Kalais es un navío mercante de 110 metros de eslora que naufragó allá por 1978 y que yace en un fondo arenoso a 33 metros erguido sobre su quilla…, como si quisiera seguir navegando con rumbo nornordeste. La primera visión que se tiene de él son la de sus características torres (o grúas) emergiendo desde las profundidades y casi acariciando la superficie del mar.
Camino de la proa paré un momento en la cubierta. Allí, entre los mástiles partidos, winchers, respiraderos y aparejos fue donde esparcimos las cenizas de Javier…, hace ya tanto tiempo…, aunque aquello está igual que entonces. Aquél día escribí en mi moleskine: “El día se abrió y el mar se paró respetuoso para recibir las cenizas de mi hijo. Las corrientes submarinas desaparecieron en señal de duelo y cientos de plateadas fulas bailaron caprichosas sobre la esencia polvorosa de Javier. A pesar de todo esto, para mí sigue siendo un día gris”. Cuanto tiempo de todo esto y que poco ha cambiado todo…
Con la convicción de que el niño (hoy no lo sería tanto) forma parte indisoluble de todo este mundo seguí recorriendo por última vez el cuerpo dormido del gigante de hierro, uno de los mejores amigos que han tenido los buceadores canarios en éstas dos últimas décadas. Primero, la imponente proa, la panorámica más impresionante del pecio, y luego sus bodegas repletas de cientos de sacos de cemento petrificados (su carga en el momento del hundimiento) y, por fin, la sala de máquinas donde todavía resulta excitante recorrer sus estrechas pasarelas y ascender junto a las empinadas escaleras de mano. Depósitos de combustible, relojes, manivelas, griferías, válvulas y tuberías…, todo está tal y como lo dejó su último capitán antes de abandonar la nave, hace ya casi 35 años. Un vuelta por la popa, donde una animada reunión de bogas, fulas, sargos y alguna barracuda parecían también apuntarse a la despedida y de vuelta al cabo de fondeo. Es hora de dejar que el Kalais siga durmiendo su sueño eterno…, ya los buceadores no le haremos más compañía.
Subiendo por el cabo, una última mirada atrás y Javier vuelve a mis pensamientos. Fue él el que me enseñó que las lágrimas saber a mar…, quizá por eso me guste tanto llorar.
¡Larga vida a los océanos!
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