Viaje al Cantil, un descenso reparador
El mar cura el alma. Siempre he estado convencido…, y si, además, le añadimos a esta receta una pizca de calma, un poco de nitrógeno en vena, un derroche de dopamina y un buen de profundidad, la terapia resulta infalible… Es como encontrar la piedra filosofal, aquella legendaria sustancia alquímica capaz de, entre otras cosas, alargar la vida y abrazar la felicidad.
Tengo suerte de tener esa tan ansiada “piedra” siempre a mano, digamos que en el patio trasero de mi oficina, en Mahahual. Es el Cantil, un lugar profundo, muy profundo, que delimita nuestro maravilloso arrecife local. Un entorno donde siempre encuentro soledad y serenidad, eso tan necesario para conseguir una alta “correlación interhemisférica”, el secreto que ayuda a estar bien con uno mismo y en equilibrio constante con todo lo que nos rodea, según me dice siempre Charo, mi terapeuta.
El viaje no es tan largo, solo profundo. Comienza en la parte más exhuberante del arrecife caribeño de Mahahual, en una pendiente de arena blanca flanqueada por hermosas paredes de coral. Es una versión submarina del Camino Amarillo que lleva a Ciudad Esmeralda, morada del Mago de Oz (el del cuento infantil, no el de la famosa banda de folk metal de los años 90).
En este descenso, al buzo siempre le acompañan los alegres pargos mulatos, los chac chi dorados, algún pez león, esbelto a la par que invasivo, y las pequeñas morenas panal que sacan sus cabezas del agujero como gritándote: “¡adonde vas tan pa’abajo, loco!…, pero el sendero solo tiene una dirección, es el descenso a tu destino. “!Próxima parada: estación El Cantil!”, me grita por megafonía un inmenso mero negro…, ¿!dijo eso realmente¡… o es solo la narcosis? … Sí, aquí, tan profundo, pasan estas extrañas y maravillosas prosopopeyas…, pero el camino sigue, el tiempo apremia y mi compañera incómoda (y necesaria), la descompresión, ya asoma por mi computadora de buceo. Maldita mortalidad. No me queda mucho tiempo.
Levanto la cabeza y, allí adelante, veo nítidamente el final del camino. Un horizonte blanco de arrecife y, detrás, el azul profundo. Que me grita y me llama. Dejo a un lado las últimas esponjas rechonchas y abigarradas y me asomo al precipicio. Precioso…, enigmático… Todo me empuja a hacerlo. Un último impulso y me quedo flotando, inerte, en el vacío, como una pluma. Miro mi computadora en busca de una pista que me diga la profundidad y leo (o creo leer) “Fase de Transformación Completada”. ¿Será esto a lo que se refiere mi terapeuta cuando me aconseja “fluir”? Lo único cierto es que aquí solo se siente felicidad y armonía…, que no es otra cosa que un chute desbocado de dopamina en el cerebro, un neurotransmisor que produce sensación de placer y alimenta nuestro sistema de recompensa.
En el poema épico La Divina Comedia (1321), de Dante Alighieri, el protagonista transita por un tortuoso camino que termina en La Luz. En este, mi camino hoy, llego al más profundo de los azules, con el abismo infinito debajo de mí…, pero hay una gran similitud con esta obra, un clásico de la literatura universal, porque en la travesía uno va despojándose de todo lo que le sobra, del lastre del estrés cotidiano, del postureo social, de lo banal que se está convirtiendo nuestro día a día, para llegar “desnudo” ante la verdad absoluta de la madre naturaleza, aquí representada por el interminable abismo azul, la diosa Pachamama, que te envuelve, te abraza y te acurruca en su lecho húmedo y cálido. Es aquí donde se repara tu dañado lóbulo prefrontal, responsable del autocontrol, de la planificación y la toma de decisiones. Citando a la afamada psiquiatra Marian Rojas, el estrés, el agotamiento, la dependencia a nuestro whatsapp o redes sociales, disminuye las capacidades de nuestro lóbulo prefrontal que debe ser reparado con actividades saludables y reconfortantes. El Cantil es mi taller de reparaciones, donde consigo una verdadera puesta a punto para regresar en estado óptimo a mi vida cotidiana.
Parece que hoy la narcosis me está dando mas fuerte que nunca. La alarma vibradora de mi computadora me devuelve a este planeta. Es hora de volver. Levanto la cabeza y veo nítidamente el camino de regreso… y la luz allí arriba. Para mí es fácil volver, allí está mi esposa Vanesa y mis hijos Jorge y Alejandro…, y también Javier, aunque él no está allí, esta aquí, siempre conmigo, desde hace 29 años no se separa de mí. El amor es poderoso. Todo lo puede. Es la herramienta que más arrastra, por eso, para salir, sólo hay que dejarse llevar.
En el ascenso, descubro entre el coral una oxidada caja metálica cuadrada, de las que contienen cenizas mortuorias. Alguien debió echarla desde alguna embarcación hace mucho tiempo. Inclino la cabeza en señal de respeto y, por mi derecha, una gran tortuga carey se me cruza repentinamente. ¡Cuidado! Le grito entre burbujas… ¡que raro!, no me responde… , qué lastima, poco queda ya de la narcosis.
Unos cuantos minutos después ya estoy en el cabo del ancla de la Gran Kraken. Miro mi computadora y aún me queda algún tiempo de espera, un rato que aprovecho para acabar mi meditación reparadora mientras se desvanece mi ultimo pensamiento: “hay personas a las que el mar las salva de ahogarse”.
En la embarcación todos me esperan. Subo a bordo y arrancan los motores para regresar. Sentado en la popa observo a los clientes y compañeros en el otro extremo. Me miran, algo comentan y se ríen. Disimuladamente me llevo la mano a la nariz, no sea que tenga algún moco residual (algo habitual en los buzos), y entonces me doy cuenta de que lo que tengo es una estúpida sonrisa de jocker estampada en mi rostro. Aún permanecerá ahí casi todo el día.
¡Larga vida a los Océanos!