Toros, sangre, arena… y valor

No falla…, al olor de la sangre acude el hambre. Estoy de pie en un fondo de arena a 25 metros de profundidad. Delante de mí, sólo mi amigo y socio Pepe Esteban, que me ha entregado sus aletas para poder moverse mejor andando por el suelo.

Enfundado de pies a cabeza en una malla de acero que le da aspecto de caballero medieval,  lleva una pequeña bolsa de colas de atùn entre las manos. Está a punto de comenzar una de esas famosas tarde de toros en Playa del Carmen: Tiburones, arena, sangre y valor…, el espectáculo debe continuar.

Las sombras lejanas empiezan a moverse rápidas a nuestro alrededor y, en pocos segundos, los tiburones toro (Carcharhinus leucas) salen del confuso horizonte y nos muestran sus poderosas figuras…, son hembras y casi todas están preñadas… y no tienen sus aletas pectorales tensas y arqueadas…, por ahora no hay peligro, sólo vienen a curiosear atraídas por el olor a pescado que desprendemos.

Son tímidas y no les gustamos…, pero ese olor intenso a carne de pescado graso y sangriento es demasiado para ellas. Como el flautista de Hamelín tocando su flauta, Pepe sacude la bolsa de pescado sobre la corriente y el nerviosismo se apodera de todos: de los tiburones toro, excitados por la presencia de comida, y de nuestro grupo de siete personas, que presiente que algo está a punto de ocurrir. En un grupo compacto, casi hombro con hombro, espalda con espalda, con una sola punta de lanza que ocupa Pepe, erguido como un torero esperando la embestida, como el General Custer en Little Big Horn, asediado por aguerridos sioux. Una docena de grandes tiburones toro nos rodea. Primero tímidos, observando, y luego, más osados, acercándose a pocos metros del grupo, oliendo la sangre, saboreando ya la comida fácil.

Como carroñeros que son, los toros, llegan en zigzag, con el morro pegado al suelo, rastreando la comida. El hambre ya es más fuerte que la timidez y la primera de las hembras se decide a aceptar el regalo de los buzos. Se acerca a pocos centímetros y Pepe administra sus movimientos, ante todo hay que impedir que entren en frenesí, son animales muy grandes y podría ser peligroso. No es fácil conseguirlo pero todos confiamos en la mano del maestro. Así son las tardes del tiburón toro en Playa del Carmen.

Al aroma del alimento comienzan los movimientos rápidos, nerviosos, siempre con un ojo puesto en el trozo de pescado y el otro en el buzo más cercano. Aún no se fían, pero deciden comer. Primero, se turnan para acercarse al grupo compacto de buceadores, luego, ya rompen la formación en círculo creada entorno a nosotros y se lanzan a por la comida sin recelo ni sospecha, llegan en pareja, nadando en paralelo, en tríos, cruzándose sin orden alguno y engullen todo lo que les dejamos en el suelo. Están tan cerca que llego a oír sus mandíbulas cerrarse y enseguida veo salir por sus branquias, la arena sobrante que han tragado al recoger el trozo de atún del fondo. Ellas deben oír también mi corazón y el de mis compañeros, son como los tambores de guerra de los sioux…, ensordecedores.

Veo a Pepe delante de mí, ya está la situación como a él le gusta y empieza el espectáculo. Saca de la bolsa un trozo de atún y lo muestra en su mano. Un toro le ha visto y quiere ese trofeo, pero esta vez, Pepe no va a dejarlo sobre la arena…, el tiburón tendrá que venir a buscarlo. No viene directo, sino dando tumbos como un borracho, o como un carterista que disimula antes de aproximarse a su víctima…, pero sus ojos le delatan, no quita la vista de la mano de Pepe y cuando está a apenas un metro, levanta el morro de la arena y encara a Pepe con un movimiento rápido…, en ese momento, Pepe suelta el pescado y retira la mano. Como un mago hábil haciendo un truco de magia, el pescado desaparece del escenario, dejando en su lugar la terrorífica imagen de unas fuertes mandíbulas. El tiburón ha engullido la comida y se da la vuelta. Pepe, gira la cabeza y me mira por encima de su hombro. Veo su sonrisa por detrás del regulador. Es como un niño pequeño que acaba de hacer una travesura.  ¡Qué valor! Sobre todo si tenemos en cuenta que sólo usa un brazo, el otro se le quedó en una carretera mal iluminada de Quintana Roo hace ya unos años.  Pepe es pura contradicción…, es el hombre más sensible que conozco y también el más duro. Es un luchador que no deja de darnos continuamente lecciones de superación personal y, además, es un amante y protector del tiburón toro de Playa del Carmen. Si tienen ocasión, vayan a verle, no se arrepentirán (http://www.pepedivecenter.com)

¡Larga vida a los océanos!

 

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