Entre narcos y soldados

A lo largo de estos últimos 20 años he tenido numerosas experiencias bajo el agua y en tierra firme, pero ha sido ante las mismísimas “puertas del cielo” donde me ha ocurrido uno de los episodios más extraños y surrealistas que recuerdo.

Fue hace apenas unas semanas cuando exploraba la Laguna Mosquitero, en la zona más remota de la Reserva de la Biosfera de Sian Káan, en México, buscando una nueva ruta en kayak que ofrecer a nuestros clientes de Pepe Dive Mahahual cuando el Caribe se pone tonto y no permite bucear.
Sian Káan significa en lengua maya “la puerta del cielo” y en verdad que este lugar tiene algo de místico, de mágico, que te transporta a una dimensión superior. Entre manglares exuberantes, con las transparentes aguas de la laguna en calma total, ese hacía muy raro el oír romper las olas del Caribe (la costa está muy cerca) y por encima de ese ruido bravo y rudo, los sonidos alegres y despreocupados de un sinfín de aves exóticas que parecían burlarse del monumental enfado que mostraba ese día el mar. La laguna es un auténtico paraíso ornitológico donde llamativas garzas vuelan junto al guajalote, al tucán o al halcón reidor… Mientras en el cielo ocurren cosas, bajo el kayak, a través de las aguas transparentes se observa las correrías de grupos de pargos perseguidos por barracudas y otros peces más típicos de la cercana Gran Barrera Maya que de las lagunas de los humedales.
Pero no fue en este inspirador escenario donde comenzó la verdadera aventura, sino en su orilla, justo cuando recogíamos los kayaks para volver a Mahahual. La furgoneta no pudo remontar la primera duna de San Martín -la más grande del Estado de Quintana Roo- y haciendo una maniobra de retroceso, el vehículo quedó atrapado entre la arena y la maleza. Bufff! ni pa’lante ni pa’tras. Estábamos atrapados en plena selva, donde no pasa nadie en semanas. Rápidamente hice mis cálculos: quedaban unas dos horas de luz, teníamos agua, unas galletas, algo de fruta y una amplia y cómoda furgoneta…, pasaríamos la noche en la selva y por la mañana, cuando mis chicos advirtiera que no había vuelto a casa, vendría a buscarnos con todo lo necesario para sacarnos de la trampa de arena y maleza en la que estaba atrapado. Estaba todo calculado…, o eso pensaba yo.
Tras 20 minutos de inútiles intentos por sacar el carro, desistí de seguir con la labor. No tenía medios ni herramientas adecuadas. Me senté a esperar. A los pocos minutos algo me puso en alerta, un ruido lejano… !era un motor! Subí corriendo por la duna hasta el camino y esperé unos segundos. Entre las palmeras vi aparecer una camioneta de la Armada mexicana !de la Marina! !Estamos salvados! -pensé-… en aquél momento no sabía lo lejos que estaba de tener razón.
Cuando aquellos militares me vieron en la lejanía, se detuvieron en seco. Yo les hacía señas con los brazos (como un náufrago en una isla desierta se lo haría al primer barco que viera aparecer, fueran de piratas o no), pero ellos no parecían que quisieran acercarse…, más bien parecía que desconfiaban de un hombre desesperado que aparecía de repente en medio de un camino solo frecuentado por pescadores furtivos y por narcotraficantes o contrabandistas (son cosas de estos lugares apartados y fronterizos). Se bajaron todos de la camioneta, excepto el conductor, y se desplegaron en perfecta formación militar: el que parecía mandar, por el centro del camino, con una mano en el cinturón, y a sus flancos, algo retrasados, dos filas de tres hombres cada uno, con las manos en sus ametralladoras. Pensé que era normal, estos destacamentos recorren estos lugares tan remotos en busca, principalmente, de narcos y traficantes de armas.
Cuando llegaron hasta mí, me dirigí al comandante -un hombre de unos 50 años, fuerte, no muy alto y con un poblado bigote y un rictus de seriedad en su rostro acorde con su rango- y le expliqué la situación. No le hizo mucha gracia, pero supongo que no era plan dejar abandonados allí a dos personas y ordenó a sus jóvenes hombres que se pusieran manos a la obra. Se dirigieron a la furgoneta y, entre todos, intentaron moverla para delante y para atrás, pero aquello no funcionaba, el pesado vehículo se iba desplazando poco a poco hacia la maleza, cada vez más lejos del camino. Tras una hora de intentos, la situación era mucho peor: la van estaba más enterrada y, además, se había quedado apoyada sobre una palmera, ya sólo tenía salida hacia adelante, hacia la pendiente de la duna. Necesitábamos una pala que no teníamos.
Para quitarle hierro a la situación, le pregunté al comandante -con un poco de sorna- cómo era que un ejército tan preparado no llevara encima una mísera pala en la camioneta. El hombre me miró fijamente y parsimonioso me respondió: “nosotros no nos quedamos atrapados en la arena. Primero analizamos el terreno y luego actuamos”. Me dejó planchado. Me reí y le dije: “acaba usted de hacerme comer mis palabras”.
Poco después alguien sugirió que utilizáramos la camioneta de la Marina para tirar de la mía. El comandante accedió y uno de los soldados fue a dar la vuelta al vehículo para colocarlo en posición, pero sólo consiguió meter la camioneta en la arena y también quedó atrapada. Nos fuimos todos para allá a intentar sacarla de la trampa y, entonces me puse al lado del comandante y me vengué. Haciendo como que hablaba al aire dije: “qué bien nos vendría ahora esa pala” y el comandante me miró -juraría que tras su enorme mostacho vi una pequeñísima sonrisa- y dijo: “sabe usted el dicho… por la boca muere el pez”. Fin de la conversación.
Sacamos la camioneta de la arena, pero el comandante renunció a utilizarla para ayudarnos. No quería arriesgar el material militar en esta peligrosa misión de rescate. Estábamos igual o peor que al principio y la noche ya empezaba a caer en Sian Káan. Los soldados empezaron a ponerse nerviosos. Decían que era muy arriesgado quedarnos allí por la noche. Demasiados animales peligrosos merodeando por la selva (cocodrilos, jaguares, serpientes…). Cuando ya estábamos decidiendo si nos quedábamos a pasar la noche en la furgoneta o si nos desplazábamos con los militares a su campamento, a 10 kilómetros de allí, otro vehículo entró en escena. Por el camino apareció una enorme pick up blanca, de ruedas enormes y con los cristales tintados. Al igual que yo, los militares la vieron, pero no hicieron amago de nada. Se limitaron a poner sus manos sobre sus metralletas (de las que en ningún momento se habían separado). Yo no me corté, salí corriendo al camino a pedir ayuda. La pick up se detuvo junto a mí y el cristal del copiloto se bajó electrónicamente. En el interior, tres hombres, serios, con buena pinta, de entre 55 y 65 años, con barbas recortadas y cuidadas y ropa limpia. No dijeron ni mú, ni lo intentaron, sólo me escucharon. Luego miraron por encima de mi hombro y observaron al destacamento de militares. Se miraron entre ellos y, sin decir nada, se bajaron del vehículo y se dirigieron a la furgoneta.
Fue ahí cuando me di cuenta de que algo extraño ocurría. Los soldados, al verlos venir, dieron un paso atrás y les dejaron el camino libre. Nadie se saludó. Miré al comandante y estaba más serio si cabe. Creo que eran narcos…, y por su porte y vestimenta, no eran machacas, sino capos o lugartenientes de los gordos.
Los tres hombres examinaron la situación de la van. Luego, el que parecía tener la voz cantante, comenzó a movilizar a todo el mundo, soldados incluidos. Mientras daba órdenes sin reparo y con autoridad, el comandante aprovecho para retroceder unos pasos y ponerse junto a mi compañera Mar. Dejaba hacer, pero se estaba quitando de en medio.
Fue todo muy rápido. Colocó a todos en su posición, hizo que empujaran de un lado y de otro con la idea de desplazar el vehículo de forma lateral y pin, pan, pun tomalacasitos, en un abrir y cerrar de ojos, la furgoneta estaba otra vez en el camino.
No me quedo ni tiempo para darles las gracias. Entre el júbilo y las últimas maniobras para sacar de allí mi furgoneta, los tres misteriosos hombres se fueron igual de silenciosos que habían llegado. Volvimos a quedarnos solos con mis amigos los marinos.
Ya en el camino, nosotros con la furgoneta en dirección sur, apuntando a Mahahual, y los militares en sentido contrario, llegó la hora de las despedidas. Me fui hacia el comandante, me metí la mano en el bolsillo, saque un billete de 500 pesos (unos 35 euros) -una fortuna para un militar- y se lo ofrecí como agradecimiento.
– No, no, ¡por favor! -exclamó el comandante-
– ¡Pues para sus hombres! -insistí- es mi forma de agradecerles su ayuda.
Entonces fue cuando él, todavía con el No en sus labios, estiró su cuello por encima de mi hombro como una jirafa y miro tras de mi con mirada felina. Instintivamente, giré mi barbilla hacia mi hombro intentando adivinar que era lo que quería ver el militar y me di cuenta que sólo estaba comprobando que sus soldados no estaban cerca de nosotros. Cuando quise darme cuenta el billete había desaparecido de mi mano…, pero tampoco fui capaz de verlo en la mano del comandante…, con un rápido movimiento, digno del mejor mago, había conseguido atrapar el dinero y yo no pude ver si se lo metió en el bolsillo, en la manga de la camisa o debajo de la gorra. Una vez más, la mano fue más rápida que la vista. Ahí me di cuenta que mis 500 pesos jamás serían disfrutados por la tropa.
Estrechamos afectuosamente la manos y poco después, con la noche encima, ya estábamos camino de Mahahual, dejábamos las puertas del cielo para volver a casa. Se acabó otro día más en el paraíso.

¡Larga vida a los océanos!

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